ESTE REPORTAJE NO iba a tratar de la desigualdad de género en la alta cocina ni de la discriminación de las mujeres en la gastronomía. Iba a ser un muestrario de grandes cocineras. No más de una docena en España.
¿Cuántos nombres recuerda de chefs famosas? ¿Carme Ruscalleda y Elena Arzak?
¿Existe una equivalente femenina a Ferrán Adrià o Dabiz Muñoz?
¿Cuántas presentan un programa o protagonizan un anuncio?
Este reportaje no buscaba esas respuestas. Pretendía perpetuar lo excepcional de un puñado de mujeres en la cima del sector culinario, que han llegado a la categoría de chefs por su trabajo heroico; sin rendirse y practicando el funambulismo para conciliar. Las íbamos a retratar irreductibles en sus fogones de diseño. Eran una rareza, la mínima cuota femenina, casi intrusas en un territorio masculino desde que la gastronomía se convirtió en sinónimo de popularidad, poder y glamur. Y a nadie parecía sorprenderle.
Porque los influencers del espectáculo culinario han sido ellos: iconoclastas, provocadores y visionarios, según la crítica. Los que han hecho caja en un sector que supone el 5% del PIB de España. Los que gobiernan la brigada con estilo militar, según los mandamientos del gurú de la gastronomía moderna, Auguste Escoffier (1846-1935). que separó de cuajo el concepto de cocina opinaba que “un hombre nunca podrá ser tan bueno como una mujer cocinando para la familia”. Según ese razonamiento, lo ideal era que ellas continuaran en casa y si trabajaban en un restaurante, no dieran la cara.
Lo remachó en una entrevista en 1975 a The New York Times Paul Bocuse (1926-2018), el patriarca del show business de la gastronomía; cocreador de la nouvellecuisine e inspirador de la Nueva Cocina Vasca, que transformó a partir de 1976 el paupérrimo paisaje de los restaurantes españoles gracias a nombres como Arzak, Subijana o Arguiñano. En aquel grupo de 16 renovadores solo había una mujer, Tatus Fombellida, que no era cocinera, sino propietaria del restaurante Panier Fleuri de Errenteria, que más tarde trasladó a San Sebastián.
¿No había en 1976 ninguna chef en el País Vasco (tierra del matriarcado en la cocina) con talla para formar parte del grupo?
Un año antes, Bocuse había dicho a The New +York Times: “Las mujeres carecen de instinto para la gran cocina. (….) Las que se convierten en chefs tienen un límite. Elaboran uno o dos platos muy bien, pero no son innovadoras”. Algo similar debió de pensar la revista Time cuando dedicó su portada del 18 de noviembre de 2013 a los Dioses de la comida: eran tres cocineros. Se les había olvidado incluso la cuota (de los 13 personajes que aparecían en el interior de la revista, solo eran mujeres y ninguna de ellas chef). Tampoco olvidemos que a la francesa Eugénie Brazier (1895-1977), la primera cocinera en conseguir tres estrellas Michelin en 1933 y maestra del ínclito Bocuse, fue una desconocida y no consta que le hicieran una entrevista en toda su vida.
Dos referentes de la cocina vasca, Luisa Telleria (profesora y durante años, número dos de Juan Mari Arzak) y Onintza Mokoroa (vocal de la Cofradía Vasca de Gastronomía), coinciden en su conclusión: “De lo que no se habla, no existe”. Onintza va un poco más allá, “Nosotras cocinamos para dar de comer y ellos para el éxito”. Tellería retrocede a la génesis, a 1981, cuando ingresó en la Escuela de Hostelería: “El primer día, a los chicos les entregaron una chaquetilla muy elegante y un gorro alto, y a las chicas, una gorra y una blusa como de operarias soviéticas. Yo me negué. Al fin nos dieron la chaquetilla, pero nos iba grande y nos las tuvieron que meter nuestras madres.
“Los cocineros han sido muy poco solidarios con nosotras”
Sara Cucala, responsable de la revista Mi Vino y que dirigió el documental ¿Oído? Ellas, la voz de la gastronomía, aporta otro elemento: “Los medios tampoco las hemos sacado a la luz. Por desconocimiento o desinterés, nunca les hemos prestado atención; hemos sido los primeros en mantenerlas en el anonimato. Y sigue sin haber apenas mujeres que hagan crítica gastronómica”. Concluye Elena Arzak, la única mujer en España con tres estrellas Michelin y tres soles Repsol, e hija del mítico Juan Mari Arzak: “Las cocineras no hemos tenido tiempo para las relaciones públicas. A mí me ha costado años que me tomaran en serio y que la gente entendiera que quería seguir con esto. Cuando eres mujer y tienes un padre como el mío, es difícil que te consideren a su altura”.
– ¿Cocinan su padre y usted de forma diferente?
– Mi padre es de más elementos. Yo los reduje y he metido más intensidad en los productos y las salsas. He ido a una simplificación. La tendencia es tener el mejor producto y sacarle chispas. Pero, es curioso, cuando algunos veían flores en uno de nuestros platos decían: “Qué femenino, debe de ser un invento de la hija”. Y eran de mi padre.
Durante la realización de este artículo la realidad se encargó de romper el esquema previo y darle la vuelta a la tortilla. De la primera entrevista a una chef a los encuentros con investigadoras sociales e históricas, a los debates con cocineras veinteañeras y hasta con las abuelas que jamás salieron de las cocinas.
“No nos gustaba salir en las fotos”, recuerda María José Artano, que creó el restautrante Elkano en Getaria (Gipuzkoa), hoy uno de los mejores del mundo, con su marido, Pedro Arregi, partiendo de una taberna de pinchos que abrieron en 1964. “Yo nunca quise estar delante ni buscar protagonismo, me daba cosa: las mujeres nunca salían de la cocina”.
La suma de sus testimonios demuestra que no son una excepción en un territorio de hombres. Sin embargo, o no las conocemos o se han encontrado rotas las escaleras que conducen a la cumbre. Como dice Blanca Garcia Henche, profesora de Dirección de Empresas en la Universidad de Alcalá y autora del informe Situación Actual de las Mujeres en el Sector de la Gastronomía Española, “Hay un 51% de mujeres en gastronomía, pero no un 51% de los chefs son mujeres. No creo que pasen del 15%”. Luego algo sucede.
La realidad se iba imponiendo hasta llegar a las cuestiones clave de este reportaje: ¿por qué las mujeres, que durante miles de años habían sido las responsables de alimentar a la familia, las encargadas de transmitir las técnicas y elaboraciones, las guardianas de los recetarios, los productos y las temporadas; de las que, al parecer, por la división patriarcal de roles, la cocina era el territorio natural, seguían estando fuera de foco: ausentes de los congresos (en el último Madrid Fusión eran menos del 10% en las ponencias estelares), los medios, las clasificaciones para los premios? ¿Existe una desigualdad para que alancen el liderazgo? ¿Cuentan con referentes femeninos, mentores y el apoyo de los inversores? Y si hay buenas cocineras, ¿por qué no son famosas y reconocidas por las grandes guías culinarias?
De los 42 restaurantes españoles calificados por la Guía Repsol con su máximo nivel de tres soles, solo tres tienen chefs femeninas (Elena Arzak, Fina Puigdevall y Macarena Castro). En la Guía Michelin el porcentaje es similar: de 11 restaurantes condecorados con tres estrellas, solo uno está dirigido por una mujer (Elena Arzak): y de los 33 con dos estrellas, solo hay otra, la misma Fina Puigdevall, que, por el contrario, si ha conseguido tres soles Repsol. “Y Michelin no le ha dado la tercera estrella porque es tía; su restaurante. Les Cols. es lo máximo, como los de otras muchas mujeres, pero no son tan conocidos como algunos inferiores dirigidos por hombres”, esgrime María José San Román, la chef del restaurante alicantino Monastrell, frente al mar, y fundadora del lobby Mujeres en Gastronomía. Resumiendo, menos del 10% de los restaurantes con estrellas en España tienen una mujer al frente.
La directora de la Guía Repsol, Maria Ritter, analiza el fenómeno: “De pronto, en los noventa, España se convirtió en el número uno de la gastronomía, pero el sector venía de muy abajo y mantenía unas estructuras del antiguo régimen: microempresas familiares, con poca profesionalización, capital y mínima formación. En el olimpo había unos gourmets y críticos gastronómicos, hombres, mayores y muy literarios, y lo que yo llamo las marquesas. No existían en las cocinas tres conceptos básicos en cualquier organización moderna: democracia, profesionalización y feminismo. Y en ese caldo de cultivo, las mujeres se quedaron rezagadas. Era un sector poco apetecible para ellas, donde se las acosaba, no ascendían y les era imposible conciliar. Competían en desigualdad”.
– ¿Apuesta por la discriminación positiva?
– Debe haberla. La función de nuestra guía es poner el foco sobre las mujeres, encontrarlas, animarlas y darles cancha. Y hemos recibido críticas por otorgar dos soles a cocineras, porque había hombres que se sentían con más méritos. Y nos da igual, porque nuestro sistema no está diseñado a la ligera, sino por el Basque Culinary Center, Practicamos una discriminación positiva, pero con fundamento académico. Es una cuestión de igualdad.
– ¿Qué aporta esa nueva generación de mujeres?
– Una cocina de proximidad, de su tierra, sus productos, su tradición; no quieren parecerse a ningún chef famoso. El asunto de las calificaciones se les ha quedado antiguo. Y están dispuestas a apostar por nuevos caminos.
“Lo que pasa en la gastronomía es el reflejo amplificado de lo que ocurre en otros sectores”, analiza Purificación García Segovia, bioquímica y profesora de Tecnología de los Alimentos en la Politécnica de Valencia. Para García Segovia, que dirigió una de las mejores tesis sobre el asunto. Barreras y facilitadores de género a los que se enfrentan las mujeres chefs en el campo de la gastronomía y la Haute Cusine, a cargo de Majd Haddaji, “la profesionalización de una actividad (sobre todo si ha estado atribuida al género femenino) rebaja a las mujeres a un estatus inferior: Hay varias razones: de su falta de integración real en el mercado laboral a que lo tienen muy complicado para conciliar y que carecen de referencias femeninas. Y para que las haya, hay que reivindicarlas y ponerles nombre. Porque un chaval quiere parecerse a Dabiz Muñoz, pero una chica, ¿a quién?
La chef Begoña Rodrigo, cuyo restaurante La Salita, un chalé romántico en el barrio valenciano de Ruzafa perfumado por los naranjos, tiene dos soles Repsol y una estrella Michelin, se formó en Ingeniería y ganó Master Chef en 2013. “Para mi generación, la de los setenta, que una mujer se dedicara a esto no era respetado; era una profesión atrasada, rancia. Y nosotras no queríamos estar como nuestras madres, gratis total en la cocina. Ser cocinera o modista o peluquera nos parecía lo peor, convertirte en invisible. Y si te bajabas del carro de la cocina un año porque parías, ya no te volvías a subir”, dice.
– ¿Y cómo se metió usted entonces en este lio?
-Para viajar y sobrevivir. Y porque me ponen muchísimo esas dos horas de tensión en la cocina cada día. La paradoja es que a muchos grandes chefs seles llena la boca relatando cómo aprendieron a cocinar junto a sus madres, abuelas y tías. En algunos casos tiene pinta de ser puro marketing. porque el componente familiar es clave en la industria del lujo. Le da al producto una impronta de respetabilidad y tradición. Cuando la actividad culinaria se profesionalizó, esa madre y esa abuela y esa tía pasaron en muchas ocasiones a un segundo plano. Por eso se impone recordar el nombre de las pioneras, las madres de Juan Mari Arzak, Berasategui o los Roca. La de Arzak, Paquita Arratibel, viuda desde joven, cocinera desde niña, siempre con su delantal, puso las bases del mito Arzak; la de Berasategui, Gabriela Olazabal, estuvo hasta el final al frente del Bodegón Alejandro, en San Sebastián, y la de los Roca se llama Montserrat Fontané.
Fontané tiene 86 años. Nos recibe en su viejo restaurante Can Roca, a las afueras de Girona, después del ser servicio de comidas. Vive en el piso de arriba. Viene de la peluquería y se queja de la pierna. “Madre mía, he trabajado tanto…, en verano era terrible el calor en la cocina; soy pequeña, pero cogía unas ollas tremendas que no podían ni entre dos hombres. Trabajaba 16 horas al día; preparaba de noche los menús del día siguiente. Que no me digan que no aguantamos”. Aquí, entre canelones y calamares rebozados, el futbolín y la tele se creó la leyenda de sus hijos: Joan, Josep y Jordi: los Roca, que han conseguido todos los galardones culinarios del planeta. Montse nunca fue a una escuela; fregó suelos, comenzó a cocinar a los 13 años; su hermana mayor, María, fue su único referente. En 1967 se hizo con una vieja barbería donde puso este restaurante de menú para los trabajadores de un barrio de aluvión. Ella sola. Su marido, Josep, era conductor de autobús. Sus hijos hacían los deberes en una mesa del bar y aprendían el oficio. “La mujer es mejor para cocinar”, explica la matriarca, “pero los hombres tienen más suerte. Se han apoyado entre ellos, y a las mujeres nos toca bregar con los hijos. La cocina es mucho sacrificio y para que ellas triunfen tienen que dejar muchas cosas atrás”
“Y trabajar el triple que ellos”, añade Eli Nolla, de 32 años, chef del restaurante Normal (propiedad también de los Roca), en el centro de Girona, con su barbilla surcada por una quemadura reciente con una bandeja del horno. “Le echo muchas horas; sin embargo, mi estilo no es dictatorial. Es tranquilo, como nuestros platos. En la cocina tiene que haber orden, pero sin gritos ni discriminación. Hay que dirigir con lógica y orden. Pero en muchas cocinas se ha mamado el estilo machista v ahora es muy difícil cambiarlo”, explica Nolla entre aromas a cocciones lentas, buenos vinos y recetas transmitidas de madres a hijas.
¿Dónde permanecieron durante siglos aquellas grandes cocineras?
La bibliógrafa Carmen Simón Palmer se sumergió en los archivos del Palacio de Oriente para conocer el trabajo de las chefs de la realeza. Su sorpresa fue que no tenían nombre. “Desde el siglo XVI no figuraban en el organigrama. Sin embargo, las reinas tenían sus cocineras. Se las denominaba de regalo, secretas o de puertas adentro. Formalmente no estaban, pero existían: María Teresa Echerin y Ana María Zechin; Maria Silna o Francisca Sánchez. Y en los siglos posteriores siguieron sin poder codearse con los hombres: no era decente ser tabernera”, concluye. Hoy sabemos que esa invisibilidad se debe a una división viciosa entre el espacio público (el restaurante) y el privado (el hogar) propia de la desigualdad de género. El público, valorado, culto, creativo bien pagado, era inherente a los hombres; el privado. familiar. invisible, ignorado y sin sueldo, a las mujeres. Y pasar del privado al público suponía transgredir la norma: “Las mesoneras estaban mal vistas, se las consideraba brujas y prostitutas; muchas eran viudas, tenían su propio dinero, y eso no le gustaba a la sociedad patriarcal”, explica Pablo Orduna, historiador y especialista en etnogastronomía.
Orduna ha investigado a esas cocineras anónimas a través de sus recetarios manuscritos: “De los 10 que se conservan en la Biblioteca Nacional, ninguno fue llevado a la imprenta. Fueron silenciados. A la mujer se la ha considerado la conservadora del paladar y la tradición, pero no la promotora de la vanguardia ni la renovación. Y ese ha sido uno de sus escollos. Se las ha consentido como cocineras, pero no como gastrónomas”. Un es caso reconocimiento que, según la profesora García Henche, Se debe principalmente “a que carecían de educación”. “Las mujeres no han tenido tiempo ni permiso para formarse ni para asociarse. Pero ahora la mayoría de las cocineras tienen estudios superiores. Y están en contacto entre ellas. Van a jugar en igualdad de condiciones. Y son muy activas en las redes sociales. El cambio va a ser brutal”, vaticina.
En 11 años, desde su campus de San Sebastián, el Basque Culinary Center ha transformado ese paisaje de la gastronomía. Su alumnado, de 29 nacionalidades, está compuesto en un 57% de hombres y un 43% de mujeres, que son mayoría en la especialidad de gestión, pero solo un tercio en cocina pura y dura. El estigma parece perpetuarse.
¿Todavía les echa atrás ser cocineras?
En una de sus aulas con un toque de interiorismo nórdico nos reunimos con seis de su cantera. Tienen menos de 30 años. Está Clara Polo, instagrammer y escritora, que pasó por cocinas de Suecia y Dinamarca; y también Inés Castañeda, licenciada en Derecho y Políticas, con un restaurante en Dubai y exbecaria en elBulli1846; y Patricia Jurado, que también pasó por esa factoría de innovación de Ferrán Adrià y además impartió clases en Harvard. De nuestros diálogos salen frases definitivas: “Hay tías, falta reconocimiento”. El papel de las mujeres en gastronomía es más amplio que tener estrellas”. “Yo no sería la jefa de la cocina, sería la lider”. “Llegas de nuevas a un restaurante y te dice el chef: Te voy a meter en pastelería y al tío en carnes, lo que ya presupone que eres una damisela”.
“Todas tenemos historias de discriminación en la cocina”
Tras un par de horas de conversación brotan ideas para el futuro: “Las cocineras nos tenemos que juntar y apoyar; crear una comunidad”. “Nuestro modelo debe ser un referente colectivo, no una diosa y el resto parias”. “Todo esto debe permear a los restaurantes sencillos y a las cocineras de 40 y 5o años”. “Las calificaciones están anticuadas”. “La sociedad tiene que reconocer que el patrimonio gastronómico es de las mujeres”.
“Mi madre ha sido una líder y no nos ha educado para ser sumisas, sino para que trabajemos duro, viajemos, veamos, escuchemos y expliquemos”, dice Martina Puigvert, que también pasó por el Basque. Hoy, con menos de 30 años, es jefa de cocina de Les Cols, un restaurante proyectado por el estudio RCR (premio Pritzker en 2017) en Ölot, en la provincia de Girona. Lo creó su madre, Fina Puigdevall, en 1990, con 22 años, contra viento y marea; con la oposición familiar y la incomprensión de la crítica:
“Ser cocinera no era glamuroso”, explica. Hoy Les Cols es uno de los mejores restaurantes de España, sensible, sobrio y elegante. “Enaltecemos lo humilde; hacemos una cocina de aquí con lenguaje vanguardista”, explica Fina Puigdevall. “Yo siempre arrastré un sentido de culpa por haber dedicado más tiempo al restaurante que a mis hijas. Un día se lo pregunté y me contestaron que había sido una buena madre. Y me emocioné. La sorpresa es que hayan seguido con esto: Clara con los vinos, Martina de cocinera y Carlota en los postres. Y no es un oficio fácil. Conmigo no se han portado bien; no me invitaban a congresos. Pero está cambiando. Y es clave que las mujeres nos hagamos cargo de la gestión y no solo de la cocina. Y a partir de ahí, crear un modelo nuevo, donde se equilibre la vida y el trabajo; cerrando dos días seguidos y dando de cenar a horas más tempranas”. Algo que recalca Martina, monacal uniforme negro y gorro alto: “Se trata de ser sostenibles, pero esa sostenibilidad hay que aplicársela también a las personas. Y eso nos toca a las mujeres”.
Para las jóvenes cocineras, un antídoto contra la desigualdad es convertirse en sus propias jefas; crear sus restaurantes al margen de los mentores y las guías. Lo coprobora Begoña Rodrigo: “Yo creo en montar tu negocio; formarte, ser valiente e ir a por todas. Es una forma de libertad y puedes ser el trampolín de muchas mujeres”.
Contemplar a Rebeca Barainca, de 31 años, en los fogones de su restaurante Galerna, en San Sebastián, es un espectáculo; de la brasa a la salmuera; del soplete a la ostra. Todo lo hace ella, excepto servir las siete mesas. “Quiero llegar hasta donde yo quiera llegar”. En una hora se lo juega todo. “Este es mi hogar, yo lo pinté y tapicé. Y aquí se sigue mi filosofía, porque esto no se trata solo de dar de comer. Nunca he tenido referentes ni nadie me prestó un euro; nunca estudié, aprendí cocinando. Galerna es mi casa; no me agobio, me apaño, curro mucho, pero es mi pasión y soy feliz”. De su misma edad, en Madrid, la riojana Lucía Grávalos ha seguido un camino similar hasta crear Mentica, un elogio moderno a la cocina de su abuela: desde el pudin y la oreja hasta el potaje puesto al día. “En esto hay que estar fuerte físicamente, pero sobre todo mentalmente. Yo no quiero hacer recetas de otros. Pretendo hacer mi cocina, tirar del carro y crear equipos”.
En la Parte Vieja de San Sebastián, oculta tras la basílica de Nuestra Señora del Coro, está la Cofradía Vasca de Gastronomía, encabezada por Onintza Mokoroa. En 2019 creó GastroAndere para descubrir, visibilizar y homenajear a las cocineras previas a la Nueva Cocina Vasca reunió 22 nombres. “No se daban ni importancia; nos decían: Pero ¿yo qué he hecho? ¿Por qué me vas a hacer un homenaje?”, recuerda Mokoroa. “No se conocían entre ellas. Les daba vergüenza figurar. Eran humildes y currantas. Pero se han empoderado. Hacen cosas juntas y quieren que se las tenga en cuenta. Su sueño es transmitir ese gran legado de la cocina a otras mujeres”.